Una de las pocas sensaciones a la que vale la pena entregarse –tenga o no sentido la existencia, y más aún si no lo tiene– es al disfrute. A los momentos de placer igual que a la alegría no hay que sacarles la vuelta; hay que aprovecharlos y hacernos con ellos una vida buena. Esta verdad de Perogrullo conviene recordarla, porque el gusto, que es el que nos permite disfrutar, no es innato más que en una mínima porción y, sin embargo, la educación que es la encargada de completar lo que la naturaleza no nos da, generalmente lo ignora: no hay escuelas ni planes de estudio ni maestros, salvo maravillosas excepciones, que nos enseñen a disfrutar. A nadie hay que enseñarle a disfrutar el dulce, pero para apreciar todos los demás sabores hay que aprender. A nadie hay que enseñarle a disfrutar las melodías cuyos ritmos son simples; pero para gozar la música de concierto hay que aprender. A nadie hay que enseñarle a interesarse en un chiste o en una anécdota; pero para llegar al placer de la literatura hay que aprender.
¿Cómo aprender? Quien se formula esta pregunta ya anda muy avanzado en el camino que va a la solución, ya se preocupa por el hecho de que nacemos con muy pocas ventanas hacia el placer (al principio sólo nos gusta lo dulce y la ternura que, dicho sea de paso, es sinónimo de dulzura) y anda explorando, experimentando y esa curiosidad es, precisamente, la clave del asunto, pues la curiosidad hace que el mundo se abra: el mundo donde todas las cosas –si uno sabe– son fuentes de placer: lo mismo la espiral de un caracol que lentamente se arrastra por una hoja al final de la lluvia que la espiral de la nebulosa de Orión que parece inmóvil en el confín del universo… Quienes se preguntan ya están del otro lado o llegarán muy pronto.
Los que se preocupan son los demás, aquellos ante quienes nos preguntamos: ¿cómo enseñarles?, ¿cómo enseñarles a disfrutar para que su vida sea menos sosa y su elenco de placeres menos pobre?
La metodología habrá de ser casuística y por el hecho simple de que los seres humanos, aunque seamos iguales somos simultáneamente todos distintos: somos unánimemente individuos. Sin embargo, pueden ser útiles algunos lineamientos, a condición de que no se apliquen con testarudez mecánica. ¿Cómo se pasa del dolor del hambre mitigada sin más al momento en el que el comer se vuelve un arte: ese banquete de sabores en el que no pueden faltar la compañía agradable, la conversación inteligente, los buenos modales y hasta un digestivo musical de fondo? El primer paso fue una probadita y luego otra y otra, hasta que nos construimos un paladar educado. Cada probadita tiene que ser amable, porque de lo contrario el sabor descubierto a la mala no estará presente en nuestra mesa nunca. Igual pasa con el placer de la lectura: no puede antojársenos leer aquello que se nos ofrece como castigo o como obligatorio o como un nutriente de virtudes indiscutibles: nadie le encuentra el gusto a las emulsiones de hígado de bacalao y, me atrevería a afirmar, que tampoco al Quijote, al Mío Cid y a tantas otras obras estupendas que por su inoportunidad apartan para siempre al niño o al joven de la lectura. Probaditas agradables de la diversidad hasta que cada quien libremente elija sus propios banquetes.
Porque, ¿cuál es el verdadero meollo del placer de la lectura? No se trata de conocer las mejores historias, las mejores ideas, las mejores formas de escritura, en suma, no se trata de aprender, sino de gozar; el aprender vendrá por añadidura. El gozo de la lectura radica en la sensación de acceder a otro mundo, ese donde las palabras impresas se levantan ante nosotros como mundo y, por ello, no importa si el acceso es lerdo, está mal escrito o incluso si es contrario a las buenas costumbres; lo importante es entrar, porque ya adentro, al margen de lo que cada quien encuentre o busque, se experimenta el placer de vivir otra vida, de pensar otras ideas y de estar en esa insuperable aventura que consiste en recibir todo lo que nos avientan las palabras.
* Óscar de la Borbolla es escritor, poeta, ensayista y profesor titular en el área de Metafísica y Ontología en la Escuela Nacional de Estudios Profesionales de Acatlán en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Completó su Licenciatura y Maestría, con mención honorífica, en filosofía, en esta misma universidad. Realizó estudios de doctorado en filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, España. En Club de Lectores, contamos con sus obras: Las vocales malditas, Todo está permitido y Manual de Creación Literaria. Ver Pág. 13 |