No estoy seguro si uno se convierte en sus obsesiones o si las obsesiones se convierten en uno. Lo más probable es que ambas posibilidades sean factibles. Solemos repasar renglones viejos y procurar deseos incumplidos. Solemos abrir las mismas puertas y cerrar las mismas ventanas. Los goznes de la vida, casi desde que nacemos, son similares. Igual los pernos y tornillos de nuestras dos casas: la que habitamos y en donde dormimos, y la que alberga nuestro corazón, nuestros pulmones y las partes tangibles del alma. Somos casi siempre los mismos: las obsesiones nos siguen y nos abrasan, nos preguntan y nos construyen. Aunque dudar y disentir es uno de los mejores atributos del ser humano, muchas veces, las actitudes y las ideas repetidas son benéficas. Uno se
construye andando de nuevo los viejos caminos. Uno se mira mejor cuando desanuda antiguas obsesiones para luego inventar otras.
La lectura ha sido para mí una obsesión. No sólo porque acompaña y pregunta. No sólo por su poder terapéutico o su ilimitada mirada. No sólo porque deviene alegría y siembra, sino porque detiene, un poco, el hedor de la maldad, la liviandad de los tiempos y la despersonalización del ser humano. Del ser humano, que embriagado por las bondades de la tecnología, olvida los renglones internos del ser y los renglones externos de la comunidad. La literatura, en cualquiera de sus formas, abre espacios que pueden amortiguar los excesos de nuestra especie y las mil y una sinrazones de la barbarie. Aunque es factible que haya sucedido en alguna ocasión, es poco probable que en una librería, en una biblioteca o en un aula universitaria se hayan fraguado guerras o actos de terrorismo.
Si leer humaniza, el lenguaje hermana. Como escribió Paul Celan, víctima del nazismo: “Algo sobrevivió en medio de las ruinas. Algo accesible y cercano: el lenguaje. Sin embargo, el lenguaje mismo tuvo que abrirse paso a través de su propio desconcierto, salvar los espacios donde quedó mudo de horror, cruzar por las mil tinieblas que mortifican el discurso. En este idioma, el alemán, procuré escribir poesía. Sólo para hablar, orientarme, inquirir, imaginar la realidad.” Celan tenía razón. El mapa humano requiere letras y arte para impedir que el mundo siga erosionándose.
Somos letras, somos oraciones y somos ideas que adquieren rostro tan sólo por haber sido pensadas. Siempre somos letras, comas, puntos suspensivos, signos de interrogación. Con los años, y con una dosis de suerte, nos convertimos en palabras, párrafos y luego en historias. Incluso, antes del nacimiento ya somos
lenguaje: los progenitores suelen asignar, in utero, nombres y profesiones a los vástagos. Con el tiempo nos transformamos en ilusiones, deseos y obsesiones. Kronos, inefable testigo, se encarga de convertir nuestras vidas en historias, y en ocasiones, en literatura.
Nos reconocemos e identificamos en las novelas cuando hablan de amor o desamor. Vestimos la ropa de innumerables personajes chejovianos. Somos la imagen y la sangre, de las almas nostálgicas de tantas y tantas poesías que parecerían haber sido escritas por nosotros en las noches lluviosas. Somos
también la pluma y la lucha del periodista sano. Somos espejo del ensayo profundo, cuando la glosa de ideas y pensamientos acercan el mundo a las personas e intentan detener las mermas de la desmemoria. Somos literatura porque la vida es la suma de muchas historias.
Los libros carecen de límites y de fronteras. Son atemporales porque recogen el pasado y lo depositan en el futuro. Son, también, presente: en ese tiempo, en ese espacio, en la mirada del lector, los libros adquieren cuerpo y los lectores se transforman en ideas. Los libros nos rescatan, nos hablan, nos permiten encontrar y encontrarnos. Son inagotables y son compañeros silenciosos, siempre prestos, siempre despiertos, nunca enojados.
En sus lomos el mundo y la historia trazan la geografía de la vida. En sus páginas, el autor desmenuza la memoria de su alter ego, de los otros, los otros ajenos y no ajenos, y de innumerables vidas que finalmente son las de uno mismo. Los libros no reclaman y son imperecederos. Nunca mueren, nunca finalizan. Releerlos muestra otros caminos y engendra nuevas y sanas obsesiones: ¿qué faltó? ¿por qué escribió el autor ese párrafo? ¿por qué calló mi personaje? En ellos, hablan las bisagras de nuestras casas, habita nuestra alma mater y se rejuvenecen las razones sanas de nuestras obsesiones.
Arnoldo Kraus |