En algún momento le preguntaron a Roland Barthes, el gran crítico y semiólogo francés: “¿Se puede enseñar la literatura?” Y él respondió: “A esta pregunta contestaré diciendo ‘sólo hay que enseñar eso’; afirmo paradójicamente que sólo hay que enseñar la literatura porque se le pueden aproximar todos los saberes.” En esta declaración tan tajante hay un sobreentendido: una oposición al prejuicio de que la literatura miente, de que el conocimiento estaría repartido entre disciplinas que dicen la verdad y otras que la encubren (como dice nuestro autor, lo contrario de mentir no es forzosamente decir la verdad), consideradas como territorios de la ficción, de la frivolidad y de la diversión escapista.
Por otra parte, es evidente que lo explícito es lo siguiente: la literatura está atravesada por todos los saberes y conocimientos del hombre y del mundo, la filosofía, la ciencia, la técnica, el amor, el inconsciente, los sueños, la geografía, los viajes, la historia, el lenguaje, las imágenes, la vida cotidiana, la sociología…
En suma, la literatura es una mediadora del saber prácticamente total. Sin embargo, hay que reconocer que la propuesta de Barthes es una utopía, porque existen instituciones, programas, plazos que cumplir y toda la dinámica ineludible de la escuela, sin contar que nuestras sociedades se caracterizan por sus escasos lectores. Pero, ¿cómo transmitir el amor a la lectura, cuando los textos son objeto de trabajo, de tareas, de programas que excluyen la lectura gozosa y libre, y de una historia que impone un saber constituido y difícil de contradecir? Para comenzar, en lo que respecta a la llamada buena literatura, que se opone a los textos considerados peligrosos, ya sea porque son víctimas de la condena ideológica y política o de la censura sexual, o aquellos que son despreciados por no pertenecer a los cánones aceptados.
Un pequeño paréntesis. Siempre me ha fascinado el hecho de que se reconoce que la lectura es fundamental y al mismo tiempo somos los herederos de una tradición literaria ambigua, que insidiosamente nos sugiere que la lectura es peligrosa. Pienso en el pobre Don Quijote, protagonista de la primera novela –en el sentido moderno de la palabra – de Occidente, cuyos sesos se revolvieron porque leyó demasiados libros de caballería, y hubo que hacer de ellos una pira; o la también pobre Madame Bovary, cuya desgracia viene principalmente de todas las novelas que envenenaron su cerebro “con infelices ilusiones”, como dice el tango.
Otro problema: se proclama que la televisión aparta a los posibles lectores de los libros. Diré que se trata también de una falacia porque se puede ver televisión y leer. El espacio de este artículo no me permite extenderme sobre el hecho de que todos vemos televisión (y no todos abandonamos la lectura); de que los padres que ordenan a sus hijos que vayan a sus cuartos a hacer sus tareas y, por lo tanto, a leer sus libros, lo hacen a veces desde el sillón de la sala, frente al televisor encendido; de que cuando un niño ha obtenido malas calificaciones, el castigo consiste en “no ver televisión” durante un tiempo determinado (la televisión, entonces, es un premio).
Creo que la enseñanza podría hacer algo por aumentar la lectura. El primer principio que habría que aceptar es que son muchos los textos que pueden ser leídos y, puesto que los niños y los adolescentes se dejan atrapar por los medios de comunicación más alienantes, aparte de las materias tradicionales, y sin renunciar a los principios de una escuela laica y gratuita, no deberíamos darle la espalda, noblemente asqueados, a ese fenómeno; en cambio, tendríamos que crear materias de lectura de películas, de telenovelas, de acontecimientos deportivos, de la música popular, de la publicidad obsesiva con la que los (nos) bombardean, de los cómics o de la mala literatura que a veces se lee. Pero todo ello deberá hacerse a partir del análisis de las formas simbólicas, del desciframiento de los códigos múltiples puestos en juego en todas las estéticas –tanto las altas como las bajas y populares–, con ayuda de los estudios semiológicos y con el objetivo de ejercitar el espíritu crítico y el cuestionamiento de los lugares comunes, del conformismo y de los supuestos establecidos.
Nora Pasternac*
*Doctora en Letras Hispánicas por El Colegio de México. Catedrática del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM).
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